RELATOS DE UN AFICIONADO
José René Rigal (Holguín)
[Tercer premio del Concurso de texto informativo y literario Cubanos de Pesca 2016]
 Desafío en el Cañón  
Esa noche andaba con Feliciano por la vuelta del Cañón, en uno de esos fondos de tonalidades blanquecinas, que delatan al primer golpe de vista, la cercanía del bajo. Ya estaba alta la luna cuando salió. Fue un sonido intraducible. El pez emprendió una carrera desaforada. El carrete literalmente volaba, chocando con las bandas, la caseta, el motor y cuantas cosas encontraba a bordo. Había picado uno de los grandes, y en un nailon sensiblemente fino, aunque dotado de la extensión suficiente como para que no se agotara en la estampida. Sucede que los peces no preguntan por el diámetro del cordel para abalanzarse sobre la carnada. Llegan, se tragan lo primero que encuentran y se mandan a correr como vendavales. Solamente un pescador experimentado, puede manejar una situación tan compleja, sin que el nailon colapse.
Cuando el pez terminó la corrida, se iniciaba un singular desafío por la supervivencia.       Desde el primer instante imaginé quién era el contendiente. El olfato y la práctica lo ponían de manifiesto. Se lo comuniqué a Feliciano, dejándole entrever que sería una batalla larga y muy difícil de ganar. Un cabeceo lento y pesado, denotaba  la presencia de un pez colosal. Dueño de la situación, consentía que lo acercaran para luego alejarse cuanto quería. Por mi parte nada podía hacer. Con un nailon tan incompetente, obligarlo a mis maneras, era impensable. Mi única oportunidad residía en la espera. A la larga, si no se soltaba, la fatiga sería su principal victimario.      
Conocedor de lo que me esperaba, comencé a trabajarlo por el carrete con las manos en alto, para evitar consecuencias. A Feliciano lo mandé a guarecerse debajo del cuartelito a fin de hacer espacio y moverme con libertad por toda la barca. Después de más de una hora de intenso batallar, los músculos apenas respondían y los brazos me pesaban una eternidad. Soltar y volver a recoger, y repetir esa misma operación cientos de veces, era una tarea agónica. Opté por pedir ayuda a Feliciano y me respondió con un  grito que aún retumba en mi memoria:
― ¡Tú estás loco, yo no le pongo la mano a ese nailon ni muerto!
Dicen que cuando el nailon cambia de mano, el peje siempre se suelta. Se trata de un mito enraizado en el subconsciente de todo pescador, y Feliciano no quería verse envuelto en ese martirio. Sin otra opción, tuve que continuar valiéndome de mis escasas energías. Al cabo de otra larga hora, noté que comenzaba a ofrecer síntomas de cansancio. Había perdido tanta fuerza que aceptó que lo acercaran un poco. A veces subía a la superficie y luego volvía al fondo, repitiendo ese ritual a intervalos. Cada vez que se alejaba, su recorrido era más lento y menos distante. El conteo regresivo había comenzado. 
En ese momento puso en práctica una estrategia conocida: comenzó a moverse en círculos alrededor de la chalana, los que fueron cerrándose en la misma medida en que cobraba cordel. Varias veces tuve que acudir a la proa a pasar el carrete por debajo de las sogas, debido a que un nailon tan débil, en una situación como aquella, no podía tener contacto ni con el aire. Para evitar contratiempos, ordené a Feliciano recoger todos los cordeles. Los recogió con la rapidez de uno por segundo y se introdujo de nuevo en su guarida. Con la ayuda de la luna, hubo un giro en que pasó tan cerca, que lo vi en todo su esplendor. Acababa de reafirmar mi vaticinio, era un pez tan sumamente hermoso, que parecía obra de la imaginación. 
Había llegado la parte más difícil: tratar de ponerlo al alcance del bichero. Generalmente cuando descubren la presencia del hombre, hacen un último esfuerzo por escapar y en el mayor de los casos lo logran, máxime cuando se trata de un combate tan desigual.  
Pensando en eso comencé a temblar, en tanto el sudor me corría de la cabeza a los pies. Miré con el rabillo del ojo y vi a Feliciano salir de la cueva con el bichero en ristre. En eso emergió lenta y hermosa como la luna, y me ofreció el costado exánime. Realmente era un espectáculo conmovedor. Jamás había visto cosa igual. Fue entonces cuando en realidad se me aflojaron las piernas. Estaba flácido, a punto de caer de rodillas. Solo atiné a gritar a Feliciano:
― ¡Bicheréala!
El bichero era grande y tenía la punta afilada a la manera del mejor anzuelo. Con agilidad de felino la pegó por el pecho. Yo tomé el bichero y él le introdujo una mano por la agalla. Entre los dos la echamos a bordo. Acabábamos de capturar la cubera más grande que he visto hasta hoy.   

Metamorfosis
Esta vez andaba solo. Inicié pegado al rompiente. Más tarde me dirigí a los abrojales. En todas partes la pesca había sido nada. No recuerdo haber hecho algo fuera de lo normal. Tenía buena carnada. La Luna andaba en su cuarto menguante, donde la picada, por lo general, es buena. Fue uno de esos días donde la razón se traduce en lo inexplicable.      
Por la madrugada me aproximé al corso. Pensé que ese pudiera ser el último reducto.   En otras ocasiones había obtenido buenos resultados. Los peces, aunque no estén hambrientos, cuando presienten el amanecer, de retorno a su lugar de origen, engullen todo lo que encuentran. Había lanzado uno de los cordeles por la banda de babor rumbo al arrecife, encarnado con una banda de cherna. Después de una hora de impaciente espera lo sentí estirarse y el carrete hizo un pequeño giro a bordo. Enseguida monté en guardia. Alguien lo llevaba a cuesta. Sin más esperar le di el tironazo. Solo sentí un gran peso en el cordel por toda respuesta. Quien era se dejó atraer sin oponer resistencia. Más bien parecía como si se acercara por sus propios medios. Cuando llegó al costado alumbré. Cerca del fondo un enorme tiburón gata meneaba el rabo con movimientos lentos y acompasados. Al verlo perdí los estribos. Me dieron ganas de picar el cordel y dejar que se largara al infierno. Después de no haber pescado nada en toda la noche, era irrazonable ponerme a luchar con semejante bicho. Sería ese el remate de mi pérdida de tiempo. Dos razones me asistían: su excesiva corpulencia y el escaso valor de su carne. Subirla a bordo era impensable. No dudo que andaba por las trescientas libras.
Para no verme obligado a cortar el nailon decidí esperar el día. Con luz se toman mejores decisiones. Trataría de ponerle un lazo y remolcarla hasta el embarcadero. Solté unos cien metros de cordel esperanzado en que se retirara del entorno. Alumbré, y la vi alejarse de malas ganas en dirección al rompiente. Hice firme el nailon en uno de los toletes y me tiré a dormitar. Los demás cordeles quedaron al acecho.   
Al rato me despertó una fuerte explosión a bordo. El carrete, el mismo que tenía la gata, había salido disparado y volaba desaforadamente por toda la embarcación. El nailon se desplazaba con tanta rapidez que las manos se recalentaban como brasas. ¿Qué habrá sucedido con la gata? ¿Cuál fue la causa que la hizo emprender tan despiadada carrera? De antemano sabía que los tiburones gatas se caracterizan por su lentitud, sea cual fuere su corpulencia. Esas y otras interrogantes pasaban por mi mente como relámpagos. Cuando terminó la carrera, inicié la recogida, pero lo hice de malas ganas. Con rabia. Ahora era yo quien quería que el cordel reventara, para librarme de una vez por todas de aquel animal. Tras varios minutos de intenso forcejeo, llegó al costado moribunda. Cogí la maceta decidido a enfrentarme con el más imbécil de todos los tiburones. Sin embargo, había sucedido lo increible. ¡Lo que antes era una inofensiva gata, apareció convertida en una impresionante cubera! Tuve que restablecerme de la emoción antes de ponerle el bichero y echarla a bordo. 
Al momento de sacarle el anzuelo, noté que venía atrapada por la garganta, y junto a él una pequeña porción de la banda de cherna. El enigma quedaba resuelto: la gata se había soltado y la cubera se tragó los restos de carnada que quedaban en el anzuelo. En el embarcadero hice la anécdota a los presentes y nadie me creyó. Pienso que no tuviera razones para mentir acerca del modo tan original de capturar una cubera. Al menos la presencia del pez justificaba el hecho.  

Capítulo dantesco
Dotado de mayor oficio y ciertas ventajas en el avituallamiento, emprendí una nueva carrera al abrigo de La Esperanza. El bajo se tornaba cada vez más cotidiano y mi familiaridad con el mar iba en aumento.   
Ese día la jornada comenzó con la buena fortuna. Minutos antes de zarpar, una lisa de regular tamaño saltó a bordo cuando trataba de escapar, ante el ataque de una barracuda. «Buen regalo para una especial carnada » pensé.  
A medida que ganaba en confianza me iba acercando más al rompiente. En esta ocasión elegí un lugar cuyo fondo mostraba cierta palidez, a causa del escaso cebadal. Era una zona, hasta el momento, desconocida para mí. Más tarde supe que había estado en las cercanías de un quebrado, angosto y profundo, que llamaban Quebrado Viejo.  
Antes de fondear, encarné uno de los cordeles más gruesos con la lisa que la suerte me había obsequiado, y la tiré por la proa mientras la embarcación se desplazaba a merced del viento. Después de alejarme lo suficiente de la trampa, eché anclas. Lo concebí con toda intención, atendiendo a la posibilidad de que pudiera picar algún pez de los grandes, quizás una cubera, quienes por lo general acceden al bajo al oscurecer. A continuación tendí el resto de los cordeles y me senté a esperar.       
Con la puesta del sol, noté que el cordel, el mismo que tenía la lisa, comenzó a salir lentamente. Lo tomé en la mano, dejé que caminara un poco y le di el tironazo. Quien era continuó su rumbo inalterable como si nadie lo hubiera molestado. Hice esfuerzos una y otra vez tratando de aguantarlo, pero no pude. Había picado alguien sumamente grande y con una fuerza colosal. Cuando había sacado un centenar de metros, sentí que de pronto, el nailon quedó libre. Pensé que se había soltado y comencé a recoger lentamente.  Solo faltaban unos pocos metros para terminar, cuando de súbito, una gran masa emergió cerca de la embarcación, emitiendo un bufido áspero, semejante al de un toro airado. Primero surgió la cabeza, luego el dorso con la aleta característica y seguidamente un rabo largo y cartilaginoso. Era indudable, estaba en presencia de un espantoso tiburón. Había sucedido lo que muchos tienen por costumbre: cuando se sienten atrapados retroceden dispuestos a defenderse de sus captores.
El más temible de todos los peces, más que un incendio o un huracán, iniciaba una dura batalla, donde el vivir representaba el fin de su adversario. Lo primero que sentí fue una intensa sensación de miedo y comencé a temblar. 
Sin saber qué hacer ante una situación tan compleja, solo atiné a soltar algunos metros de cordel, tratando de que se alejara un tanto de la chalana, a fin de ganar tiempo y pensar. Luego afirmé el nailon a uno de los toletes convencido de que lo reventaría, y una vez  libre, se marchara. A continuación me senté en el banco del medio a esperar. 
En segundos sentí que el nailon comenzó a estirarse y a crujir. Crujió por unos instantes y dejó de sonar. Supuse que la bestia lo había reventado y andaba lejos. El ambiente quedó en un extraño suspenso, hasta que de pronto emergió justo al lado de la embarcación, apoyó la cabeza en el saltillo y su boca abierta estuvo a escasos centímetros de mi hombro izquierdo. Del susto me lancé debajo del banco y acostado comencé a temblar como una zaranda. Indudablemente me había visto entre penumbras, y ahora pretendía devorarme también. Varios temores pasaron por mi mente. Uno de ellos, que el animal estuviera al acecho esperando ver mi silueta para atacarme de nuevo.
De repente, una fuerte arremetida casi destroza el costado de estribor. Ahora, colérico, la había emprendido a cabezazos contra la chalana. Tras un breve silencio volvió a embestir, esta vez con mayor potencia.  Luego otra y otra vez, hasta que cesaron. Atónito de miedo, palpé las partes de la chalana al alcance de mis manos, tratando de descubrir alguna posible vía de agua. Volví a respirar cuando sentí que todo estaba en orden.
Al cabo de una efímera calma volvió a emerger, en esta ocasión más decidido, y casi introduce la cabeza en el interior de la barca. Sin duda me buscaba. Quizás había sentido los latidos de mi corazón que golpeaba contra el  fondo. A continuación, en un aparente estado de frenesí, la emprendió a mordidas contra el casco. Dicen que esos animales cuando se enojan, son feroces. Sentía las mordidas en la unión del fondo con las bandas y escuchaba el crujir de la madera al ser destrozada por varias hileras de afilados y  poderosos dientes. Pensé muy en serio en la posibilidad de que le zafara alguna tabla a una vieja y destartalada chalana, y de ahí la certeza de que terminaría en su vientre hecho pedazos. Tenía que tomar una decisión y rápido. Me dieron ganas de llamar, de gritar, de pedir auxilio, pero ¿a quién?
Con un nudo en la garganta, y sin otro atributo que el instinto de salvación, me puse en pie y decidido, caminé hacia la popa, tomé el cuchillo y de un tajo corté el nailon. De nuevo me tendí en el piso a la espera de la siguiente andanada de mordiscos.  En esa posición me mantuve por espacio de otra larga hora. Un profundo silencio indicaba que la bestia se había marchado. Me incorporé, aún medroso, e inicié la recogida del resto de los cordeles.
Cuando terminé algo novedoso llamó mi atención. Ahora me encontraba más próximo al rompiente, lejos del sitio donde me había fondeado en un principio. Eso dio pie a una conclusión: toda vez que el tiburón tiraba del nailon, este no se rompía, porque las anclas se desplazaban por un fondo sumamente compacto y limpio de impedimentos. De haber continuado por más tiempo, me hubiera arrastrado al mar abierto.
Ya abandonaba la zona, cuando recordé que en la jaba tenía una linterna capaz de alumbrar el mar como un sol. También me llegó a la mente que en la caja guardaba una maceta, con la que de un solo trastazo en la cabeza, hubiera terminado con la existencia de cualquier envalentonado tiburón.
Al correrse la noticia, los demás pescadores consideraron que el atacante había sido una tintorera, que acostumbran a entrar y salir por los quebrados al anochecer. A partir de ese episodio jamás volví a pescar por los alrededores de Quebrado Viejo. Un barco de la cooperativa atraído por la noticia tendió una red multifilamento en el centro del quebrado. A la mañana siguiente estaba envuelta como un habano. Aún llevaba el trozo de nailon en la boca y el anzuelo en la garganta.
El incidente me hizo varar la embarcación para apreciar los daños. En la unión de las bandas con el fondo se podían ver los mordiscos y las tablas despedazadas por diferentes lugares. Un  poco más y hubiera generado una vía de agua.





Glosario de términos relacionados con la pesca marítima.
(Por orden de aparición)
Abrojal: Formación coralina incipiente a escasa profundidad. También se emplean indistintamente los términos ramajales o ramajiales, refiriéndose a formaciones donde predominan gorgonáceas como los abanicos de mar.

Corso: espacio relativamente hondo entre el arrecife y el bajo.

Bicherear: acción de atrapar el pez con el bichero.

Cebadal: Vegetación marina. Con mucha más frecuencia se emplea seibadal, que es la formación vegetal de los fondos marinos colonizados por la especie Thalassia testudinum, una fanerógama marina, definidas como: “Plantas superiores, con raíz, tallo, hojas y flores. Se les conoce también como angiospermas. Son confundidas con las algas. La mayoría forman praderas marinas”  [ECURED]. De modo que no es un alga).

Quebrado: pasa o canal a través del arrecife de coral.

Maceta: Madero para golpear los peces, también conocido como porriño. Según LA PESCA EN CUBA [246], “maceta” es “mallete de madera para calafatear”, mientras “porriño” [251] lo define como “mazo de madera algo pesado para matar animales marinos grandes”.

Tintorera: nombre peculiar con que se conoce al tiburón tigre.





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