PLAYITAS
Luis Orlando Ávalos
Valdés (Cienfuegos)
[Segundo premio y Premio a la mejor
fotografía del Concurso de texto informativo y literario Cubanos de Pesca 2016]
Mejor fotografía.
I
Tanto tiempo
escuchando los cuentos de los pescadores que habían tenido la suerte de ir a
pescar a la zona de la desembocadura del río Gavilán, hizo crecer la curiosidad de conocer este tramo de costa
cienfueguera y un día al terminar una de
las comunes jornadas de spinning en grupo, comenzamos a planear una incursión al
famoso lugar. Después de hacer coincidir la disponibilidad de cada uno con la
marea y la luna, quedamos para el día 2
de mayo.
Río Gavilán,
Playitas, o Playa el Gusta son varios de los nombres por los cuales es conocido
un tramo del litoral de la provincia de Cienfuegos de aproximadamente 5 km
donde se combinan la desembocadura, piedra alta, playas y rompientes de roca y
coral, un conjunto ideal para la pesca deportiva con la marea alta. Situado al
pie del macizo montañoso de Guamuaya y a unos 32 km aproximadamente de la Perla
del Sur, es un lugar de atractivas vistas y muy buenos pesqueros.
Por varios días
estuvimos preguntando, buscando en los mapas y finalmente llegamos a la
conclusión que el lugar era de bastante difícil acceso, con solo dos caminos,
la opción más cercana a la carretera tenía el inconveniente de cruzar el río a
nado y dada que nuestra intención era llegar con la pleamar y desconociendo
totalmente esa geografía, descartamos enseguida esa posibilidad. La segunda vía
era llegar en ómnibus hasta una cooperativa y tomar un camino por el monte; así
lo hicimos.
Corría el 2 de mayo,
una de la tarde, y en la terminal de
ómnibus provincial estaban El Bola, Edwin, Liska, Henrito, su tío y yo, todos
con un modesto equipo de spinning, dos neveras con hielo, algo de carnada y
tremendas ganas de pescar. Luego de 20 minutos ya estábamos bajándonos en la
cooperativa de Rancho Luna, hicimos una parada para cambiarnos de ropa y
emprendimos marcha de 13 km hacia el pesquero. El camino era un terraplén poco
transitado, el sol y el calor de las 3 de la tarde nos castigó en el primer
tramo sin árboles, pero a medida que nos adentramos en el monte la ruta se fue
cubriendo de follaje. Cuando nos fuimos
acercando a la costa dejamos el trillo y decidimos continuar por el diente de perro,
tendríamos así la certeza de no perdernos. El mar estaba movidito y la marea
estaba subiendo, tal cual lo habíamos planeado.
II
La cercanía del agua
y la adrenalina hizo a los que no iban muy cargados comenzar a montar sus varas
y alistar señuelos bajo la protesta
inútil de los dos que transportábamos el agua y la carnada. En el grupo solo
Edwin era nuevo en la pesca a spinning y estaba ansioso por estrenar su equipo,
Liska lo ayudó a preparar todo y después de regular el carrete se dispuso a
explicarle la utilización del trompo de madera y las pelusas, que a diferencia
de otras regiones del país donde utilizan pelo de chivo o venado, acá en el
centro las hacemos de pelotas de goma amarillas. Al llegar al primer playazo,
el maestro se dispuso a enseñarle al discípulo la técnica mientras observábamos
prestos a criticar jajajaja. El primer lance fue sin fuerza, solo para
demostrar cómo recobrar adecuadamente, pero después de varias vueltas a la
manivela, algo paró en seco el carrete y se flexionó la vara, como solo habían
menos de dos pies de agua todos pensamos en un cabezo de coral o una piedra,
pero antes de salir la primera crítica o chiste de nuestras bocas, la chicharra
del carrete empezó a cantar y después de unos minutos de batalla con aquella vara
bastante delgada pero fuerte, vimos como Liska ya tenía dominado en la orilla
un pargo rojito de entre tres y cuatro libras. A partir de ese momento fue algo
muy gracioso, como si hubieran escuchado el disparo de arrancada todos tomaron
sus equipos y se desplegaron a buscar posiciones para castear. El Bola y yo
habíamos tenido la mala suerte de cargar las neveras en el tramo final del
camino, por lo que pusimos marcha rápida y llegamos en media hora a la
desembocadura del río Gavilán, destino final de la expedición.
Se hizo entonces un
breve descanso, apenas las seis de la tarde, tiempo justo para comenzar a pescar,
y como El Bola es mucho más rápido pude ver que ya había subido tres cibíes a
la piedra con un jig amarillo (pollito) que estaba todo despeinado y con poco
pelo, pero por alguna razón le gustaba
al peje. Pesqué hasta que comenzó a caer la noche y los demás miembros de la
comitiva que se habían quedado por el camino fueron apareciendo con sus
ensartes (el mío ni lo saqué porque no me picaron ni los mosquitos). De los
primeros en llegar a donde estaban las mochilas y las neveras fue Henrito con ocho
cibíes cercanos a una o dos libras cada uno y otro mucho más grande, su tío que
era un señor mayor y no estaba para la caminadera por la piedra traía dos
cibíes medianos. Después llegó Edwin emocionado por su primera pesca con
artificial y traía cinco cibíes bastante buenos y una rubia para variar, El
Bola solo había pescado un momento y llegaba con dos cibíes, dos rubias y una
cabrilla, pasado un rato y con las últimas luces del día llegó Liska, realmente
el más afortunado, ensartados estaban el primer pargo, dos jocuses casi del
mismo tamaño, un cibí y una rubia. Todos a su llegada me preguntaron que había
cogido y la expresión de mi cara era la respuesta, estaba tan encabronado que
ni fotos tomé, aunque todavía me quedaba la jornada nocturna y la mañana.
III
Al caer la noche
comimos y dejamos todo listo para comenzar la faena en una hora. La luna en su
cuarto menguante bien avanzado procuraba una casi rotunda oscuridad y nos hacía
ilusión la idea de que los peces se aproximaran a la boca del río. Los jureles,
o gallegos como les llaman en otras regiones del país, al caer la noche se
acercan a la orilla a marisquear y la piedra alta donde estábamos era casi
perfecta para tentarlos, por un extremo terminaba en la desembocadura y por el
otro al comienzo del rompiente de la playa. El señuelo que utilizamos para el
jurel es una copia artesanal del Original Floating 17 de Rapala al que
cariñosamente bautizamos como Furosmi porque la primera vez que intentamos
reproducir la famosa carnada nos salió tan feo que alguien exclamo: ¡ñooo, eso
está más feo q un furosmi!, nunca supimos lo q significaba la palabra pero el
nombrecito se quedó y como la efectividad de esos palos feos con tres anzuelos
o grampines de color estridente estaba más que probada siempre era parte de
nuestro arsenal. Pero esa noche no íbamos a poder poner a prueba nuestras
artimañas porque los jureles nunca aparecieron, ni guaguanchos, ni sábalos, ni
bananos (ladyfish), ni pez alguno picó en las más de dos horas lanzando y un
poco desilusionados decidimos movernos para los bajos antes que comenzara a
bajar la marea.
Una vez en la playa
nos posicionamos en un extremo bien cerca del rompiente y engoamos un poco con
majúa y cabezas de sardina. Esta vez el primero en lanzar fui yo, y cuando mi
anzuelo cargado con tres majúas todavía no había tocado fondo, una fusilada con
más velocidad que fuerza me reventó el cordel de monofilamento de 20 libras.
Después de esto, todos rápidamente lanzaron los cordeles para averiguar el
origen de la picada. El fondo era pura piedra y arrecife de coral, y lo más
aconsejable era pescar con líneas finas para poderlo quebrar en caso de
trabazón, por lo que dominar algún peje de tamaño respetable iba a ser una
tarea casi imposible, a veces el peje picaba y se encuevaba al momento y no
había más remedio que partir, otras bastaba solo la corriente para que los
anzuelos terminaran bien clavados en una piedra. Durante un buen rato nos
frustramos con buenas picadas y líneas partidas, hasta que El Bola tuvo la gran
idea de colocar la carnada con muy poco plomo sobre una franja de arena, y allí
estaba la clave, así pudimos subir varios pargos ojancos de un color rosáceo
muy llamativo, cuberetas, cabrillas, roncos blancos, carajuelos de buen tamaño
y lo mejor fueron tres pargos jocuses que rondaban las tres o cuatro libras.
También hubo varias batallas perdidas, después de clavar el anzuelo en la boca
del pez sentías la fusilada y sin chance de cobrar un centímetro la línea
partía en la primera piedra que encontraba en su camino. A medida que comenzó a
bajar la marea la picada cesó completamente y decidimos preparar todo el
pescado para que cupiera en las neveras que eran bastante pequeñas y después
echamos un sueñito hasta el amanecer.
IV
Amanecía despacio, el
sol empezaba a clarear por detrás de las lomas de Escambray, el mar solo se
erizaba un poco donde la ola chocaba contra el rompiente de coral, la briza era
fresca y suave y la marea subiendo, todo perfecto para comenzar la jornada. Con
el aparejo listo fuimos buscando los mejores sitios en la costa, como el fondo
era bajo e irregular montamos el mismo señuelo: trompo de madera y pelusa
amarilla, pero con variaciones en dependencia
del gusto, El Bola utilizaba una pelusa pequeña y un terminal con una
cucharilla, Liska lo mismo pero con un pollito amarillo al final, Henrito, su
tío y Edwin con una sola mosca y yo con un pulpito de silicona detrás de la
pelusa. La acción no estuvo como en la tarde pero siempre fajó algún peje, a mí
una cubera bastante grande muy descaradamente me arrancó el trompo en cuestión de
segundos sin tiempo a nada, después cobré un agujón que al sacarlo le faltaba
la cola y un pedazo, Henrito sacó solo la cabeza de un cibí, el resto del
cuerpo se lo tragó una picúa. Al final de la zona baja nos reunimos de nuevo y
entre todos cogimos 10 o12 cibíes, dos cajíes, tres rubias y dos agujones y
medio. Hubiéramos podido seguir, era
temprano, pero el agua se nos había terminado, el hielo en las neveras era
escaso y el pescado corría el riesgo de echarse a perder.
Edwin y el tío de
Henrito tomaron la sabia decisión de tomar el camino por el cual habíamos llegado, pero el resto insistimos en bordear la costa
hasta la playa de Rancho Luna, una pésima elección pues tuvimos que caminar
algunos tramos muy incómodos sobre la arena y siempre bajo el sol. Llegando a
la boca del río Arimao, cerca de la playa, estábamos al borde de la
deshidratación, pudimos entonces allí darnos un baño y aunque el agua era
salobre tomamos algún que otro sorbo. A pesar de no haber sido una mala pesca juramos
que no volveríamos a ir a Playitas más nunca en la vida.
Después de caminar un tramo más, ya en la
playa Rancho Luna compartimos dos refrescos TuCola entre los cuatro y esperamos
la guagua a la sombra de un pino que por fortuna estaba justo en la parada .Sentados, tranquilos y de
regreso a casa comenzamos a rememorar y a reírnos de las anécdotas del viaje
sin darnos cuenta que estábamos a la entrada de la ciudad, El Bola fue el
primero en bajarse y caminando hacia la puerta del ómnibus, antes de poner un
pie en la acera se voltea y nos pregunta: “¿Caballeroooo, repetimos para el
próximo menguante?”.
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